domingo, 17 de noviembre de 2013

La piel de cordero


Lobo Feroz tenía hambre. Salió de su cabaña con el estómago vacío y el frío intentando traspasar su protector pelaje. Estaba ya acostumbrado a esa sensación, y más en pleno invierno, cuando todo a su alrededor olía a nieve.
Lobo Feroz tenía hambre. Y salió de su cabaña con el mejor aspecto de cazador, con todos los sentidos despiertos al máximo, buscando el rastro de cualquier pedazo de carne. No importaba que el alimento formara parte de un cuerpo vivo o de uno muerto. En realidad, se conformaba simplemente con comer. Siempre se habría conformado simplemente con comer si no fuera por ese instinto que le impulsaba a notar la vida aún reflejada en los ojos de lo que devoraba. No era algo que le gustara, sólo era el papel que le había tocado desempeñar.

Ese día había tenido suerte. Lobo Feroz pudo regresar a casa con los restos de algún ser muerto horas atrás. El hambre volvería pronto; pero de momento podría relajarse y dejar a un lado su pose de cazador.
Avivó el fuego, preparó mesa para un único comensal, y degustó, mientras no pensaba en nada concreto, su humilde cena.
Aunque Lobo Feroz era considerado un ser dado a la brutalidad y el sadismo, él disfrutaba con cosas más sencillas y ordinarias, como sentarse en la butaca que heredó de su abuelo a leer plácidamente mientras llegaba la noche. Y esta no era una jornada diferente a las demás.
Abrió un libro de cuentos que había leído decenas de veces, y comenzó a mecerse.
Cuando el fuego ya había consumido casi por completo la madera muerta en la chimenea y fuera todo estaba tan silencioso como sólo durante la noche puede estar, llamaron a la puerta. "No espero a nadie", pensó Lobo Feroz, que en realidad nuca esperaba a nadie.
Con la tranquilidad de quien es el depredador de los alrededores, Lobo Feroz abrió su gruesa puerta de madera. Lo que vio le hizo sorprenderse como nunca antes: de forma rápida, tres cerdos irrumpieron en el interior de su hogar.
Lo ataron con fuertes cuerdas a una sencilla silla que él mismo había fabricado años atrás. Y entonces pudo observar mejor a aquellos cerdos.
Cada uno de ellos llevaba un instrumento musical bordado en el jersey de color beige. Una flauta, un violín y un piano.
Uno de los cuentos que tanto le gustaba leer había cobrado forma dentro de su pequeña cabaña.
Intentó explicar que él no tenía nada que ver con el Lobo Feroz de las historias, que no les haría daño. Pero en los ojos de esos tres cerdos sólo había crueldad. Y no tardó en darse cuenta de que ellos tampoco eran los tres cerditos del cuento.
Algo, tal vez aquellas mismas historias que Lobo Feroz disfrutaba, habían transformado a esos tres individuos en una versión macabra de sí mismos. O tal vez aquellas historias de cerditos inocentes eran sólo una invención de un escritor burlón y despiadado.
Lobo Feroz no pudo evitar soltar una carcajada sonoramente nerviosa al pensar en aquello, justo antes de que esos tres cerditos finalizaran a golpes el cuento.